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Protocolo de la CEDAW

Card. Francisco Javier Errázuriz

Dictamen enviado por el Card. Francisco Javier Errázuriz, primado de Chile, a la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado chileno,  el 8 de enero de 2002, ante la inminente ratificación del Protocolo de la CEDAW

Señor Presidente, señores Senadores,

Agradezco la oportunidad que se me brinda de contribuir a la reflexión del Honorable Senado, aportando el parecer de la Iglesia Católica acerca del Protocolo Facultativo Para la Eliminación de Toda Forma de Discriminación de la Mujer.

La materia que nos ocupa es de la mayor trascendencia y de gran complejidad. Exige por eso una mirada profunda y libre de toda consideración ideologizada. Se trata, nada menos, del reconocimiento de la dignidad y los derechos de la mujer y, transversalmente, de otros temas también determinantes para la cultura de un pueblo. Los unos y los otros son asuntos decisivos para el presente y el futuro de la convivencia en nuestra patria y en sus familias.

La discriminación de la mujer ha sido – y sigue siendo - una realidad presente en el mundo entero, y ha marcado el desarrollo de la historia. Por eso, en su Carta a las Mujeres, en preparación de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer en Beijing, Juan Pablo II expresaba: "somos herederos de una historia de enormes condicionamientos que, en todos los tiempos y en cada lugar, han hecho difícil el camino de la mujer, despreciada en su dignidad, olvidada en sus prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud. Esto le ha impedido ser profundamente ella misma y ha empobrecido la humanidad entera de auténticas riquezas espirituales" (n.3).

En nuestro país, el reconocimiento del voto femenino, el acceso a la Universidad, la incorporación progresiva en el campo laboral y político, como asimismo la participación activa de las mujeres en cargos de gran responsabilidad en los institutos de enseñanza superior, en las comunas, las empresas, los sindicatos, y en otras instancias de decisión, de docencia, de investigación y de gestión, han sido otros tantos pasos sustanciales para eliminar las diversas formas de discriminación que la mujer ha sufrido en nuestra patria. Pero queda un largo camino por recorrer. Es cierto, se ha avanzado en la superación de esa discriminación que se refleja en la desigualdad de oportunidades y retribuciones. Pero superarla plenamente exige sobre todo una revisión y sustitución de estructuras mentales, de actitudes y sentimientos. Implica superar - no superficialmente, sino en profundidad - unas valoraciones erradas que ocultan y oprimen la dignidad de la mujer, su manera de sentir, de apreciar y de vivir, su misión cultural, y sus aportaciones insustituibles en el hogar, en las comunidades y en la sociedad.

El cristianismo tiene conciencia de esta gigantesca tarea. En la mencionada Carta a las Mujeres, Juan Pablo II escribía que la Iglesia tiene "un compromiso de renovada fidelidad a la inspiración evangélica, que precisamente sobre el tema de la liberación de la mujer de toda forma de abuso y de dominio tiene un mensaje de perenne actualidad, el cual brota de la actitud misma de Cristo. El, superando las normas vigentes en la cultura de su tiempo, tuvo en relación con las mujeres una actitud de apertura, de respeto, de acogida y de ternura. De este modo honraba en la mujer la dignidad que tiene desde siempre, en el proyecto y en el amor de Dios" (n.3). Este compromiso con el ejemplo de Jesús une a todas las confesiones cristianas.

Una de las expresiones más notables de la valoración de la mujer en la Iglesia católica la encontramos en el lugar privilegiado que ella le ha reconocido a María, la madre de Jesús, en su relación con Dios y con la humanidad, como también en el reconocimiento de innumerables mujeres, insignes por su cultura, su misericordia, su contemplación mística, su espíritu empresarial, su ciencia, y su influencia en la Iglesia y la sociedad. Podríamos recordar a notables fundadoras de congregaciones, a Clara de Asís y a Teresa de Ávila, a Isabel de Hungría y a Juana de Arco, a Catalina de Siena y a Brígida de Suecia, a Hildegarda de Bingen y a Edith Stein, y en nuestros tiempos a Teresa de Calcuta, por nombrar sólo a algunas de ellas. Para nuestra juventud, la ejemplaridad de una joven, Teresa de Los Andes, es un hito en su camino.

Por lo mismo, la Iglesia católica participó activamente en los encuentros regionales que preparaban la Conferencia Mundial, propiciando soluciones duraderas a los problemas encontrados, basados en "el reconocimiento de la dignidad, intrínseca e inalienable, de la mujer, y en la importancia de su presencia y participación en todas las áreas de la vida social". Según el pensamiento de la Iglesia, es necesaria la "plena inserción en la vida social, política y económica", y para ello "es urgente alcanzar en todas partes la efectiva igualdad de los derechos de la persona y por tanto igualdad de salario respecto a igualdad de trabajo, tutela de la trabajadora-madre, justas promociones en la carrera, igualdad de los esposos en el derecho de familia, reconocimiento de todo lo que va unido a los derechos y deberes del ciudadano en un régimen democrático". Todo esto, a juicio del Papa, es un acto de justicia, pero también una necesidad ante los temas más graves que ya se presentan, tales como el uso del tiempo libre, la calidad de vida, las migraciones, los servicios sociales, la droga, la eutanasia, la sanidad y la asistencia, la ecología. La mayor presencia social de la mujer será preciosa y "contribuirá a manifestar las contradicciones de una sociedad organizada sobre puros criterios de eficiencia y productividad, y obligará a replantear los sistemas a favor de los procesos de humanización que configuran la ‘civilización del amor’ ". También por eso la Iglesia cree firmemente, fundada en el depósito de la Revelación, que debemos "superar y eliminar, como contraria al plan de Dios, toda forma de discriminación de los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión".

Al Papa le preocupan algunas dimensiones de este tema que nos preocupan a todos nosotros. Cuando se habla de la superación de todas las discriminaciones, quienes promueven esta acción tan necesaria, ¿tienen ante sus ojos todo el horizonte de la dignidad de la mujer y de su misión en el mundo? O el esfuerzo por romper la barrera de las discriminaciones, lleva a los impulsores de esta noble tarea a valorar tan sólo los ámbitos que estaban vedados, y a minusvalorar, o a silenciar del todo, las grandes conquistas de la mujer a lo largo de los siglos? Un segundo problema se une al anterior. Para abrirle a la mujer el lugar que le corresponde conforme a su dignidad, ¿los esfuerzos se van a concentrar tan sólo en el campo jurídico o también en otras dimensiones de la vida y el quehacer humanos? Y al impulsar los derechos de la mujer, ¿esta acción tan necesaria va a ocurrir con prescindencia de los derechos de los niños, de los esposos, de la familia, del cuerpo social?

Como las conclusiones de las Conferencias Mundiales se han prestado a interpretaciones, vale la pena recoger la voz de alerta del Santo Padre, ya antes del inicio de la Conferencia, acerca de un reduccionismo que aparece con frecuencia cuando se habla de la discriminación de la mujer. En el tercer punto de su Mensaje a la Conferencia Mundial, escribe Juan Pablo II: "Ninguna solución a los problemas que atañen a las mujeres puede ignorar su papel en el ámbito de la familia o tomar a la ligera el hecho de que toda vida nueva está confiada totalmente a la protección y al cuidado de aquella que la lleva en su seno. Para respetar este orden natural de las cosas, es necesario oponerse a la falsa concepción según la cual el papel de la maternidad es opresivo para la mujer, y que el compromiso con su familia, particularmente con sus hijos, impide a la mujer alcanzar su propio realización personal, y en general, le impide tener alguna influencia en la sociedad. Hacer que la mujer se sienta culpable por abrigar el deseo de quedarse en casa y preocuparse de sus propios hijos es un mal no sólo para estos últimos, sino también un daño para la mujer e incluso para la sociedad. Por el contrario, habría que reconocer, aplaudir y apoyar con todos los medios posibles la presencia de la madre en la familia, tan importante para la estabilidad y el crecimiento de esta célula básica de la sociedad. Por la misma razón la sociedad necesita recordar a los esposos y padres su propia responsabilidad por la familia, y debe luchar a fin de que se instaure una situación en la que ellos no sean forzados por razones económicas a dejar la propia familia en busca de ocupación". En el número 5 de dicho Mensaje, Juan Pablo II también alza su voz contra una comprensión individualista y excluyente de los derechos de la mujer, que la discrimina cuando se produce un embarazo "no deseado", al poner sobre sus hombros "el fardo más pesado: a menudo el de ser abandonada a su suerte, o impulsada a poner fin a la vida de su guagua antes de que ha ya nacido, y a soportar el peso de la propia conciencia, que siempre le recordará el haber quitado la vida a su propio hijo". (ver Mulieris dignitatem, n.14).

Dejando establecido el valor irrenunciable que tienen para la Iglesia los derechos humanos, como derechos inherentes a las personas según la voluntad del mismo Creador, y por eso mismo, la superación de la discriminación que sufre la mujer, quisiera presentar nuestras reflexiones acerca de la materia que nos ocupa, deteniéndome brevemente en tres temas. En primer lugar, quisiera constatar algunos problemas que aparecen cuando se examina con serenidad la así llamada "Convención para la Eliminación de Toda Forma de Discriminación de la Mujer" (CEDAW) y las conclusiones de la Conferencia de Beijing. En segundo lugar, quisiera dejar en manos de Uds. ciertas conclusiones que se desprenden de la manera de juzgar del Comité que ha surgido para dar cumplimiento a la Convención, y que debe implementar los acuerdos del Protocolo Facultativo. En tercer lugar, expondré brevemente las razones que desaconsejan la aprobación de dicho Protocolo, que ha sido enviado por el Poder Ejecutivo para el pronunciamiento del Parlamento

La CEDAW, como primer y principal instrumento jurídico internacional de derechos humanos que se aboca solamente a los derechos de las mujeres y reúne principios aceptados internacionalmente sobre este tema, constituye un paso de gran trascendencia en la reivindicación de los derechos de las mujeres, que han sufrido – y siguen sufriendo - discriminaciones dramáticas que requerían de una acción internacional. La Convención constituye un real aporte, en cuanto despierta, por así decirlo, la conciencia de la opinión pública mundial, llamando la atención sobre la dignidad de la mujer y su igualdad de derechos en cuanto ser humano, y el necesario camino que debemos hacer para avanzar en el respeto y dignificación de la misma.

No obstante, esta Convención tiene problemas que exigen vigilancia. Por una parte, manifiesta una visión unilateral de la mujer, por no valorar en todas sus dimensiones la maternidad, y no prestarle suficiente atención a la relación de la mujer con la familia. Por otra parte, introduce una ambigüedad jurídica, que dificulta su implementación así como el control de la aplicación, ya que introduce conceptos nuevos que la misma Convención no define, como son la identidad de "género", y el concepto de "derechos reproductivos".

La identidad del género, como la definía recientemente un director de la OMS, es "la convicción personal íntima y profunda que se pertenece a uno u otro sexo en un sentido que va más allá de las características cromosómicas y somáticas propias". Esta definición opta por subjetivizar la identidad sexual, dando paso a la libre elección del propio sexo, independientemente de la identidad biológica, de hombre o mujer. Así lleva a pensar que la identidad sexual no es dada sino elegida, y que es fruto de una serie de condicionamientos externos. Implica la homologación de la homosexualidad, el lesbianismo, la bisexualidad y la transexualidad, con la heterosexualidad. Implica más adelante una desnaturalización del mismo concepto de matrimonio. Es de interés señalar que hace escasos años el Ministerio de Educación tuvo que retirar un manual de educación sexual que había distribuido, y que indicaba exactamente la edad en la cual cada adolescente debe elegir su propio género, es decir, su identidad sexual.

Los derechos reproductivos, en el lenguaje de la ONU, recogen el derecho de la mujer al uso de su cuerpo, y lleva aparejado el derecho al embarazo deseado, esto es a ejercer con total autonomía la opción de aceptar o no un embarazo en curso, teniendo presente siempre que continuar con un embarazo no deseado es una de las más graves expresiones de la violencia de género.

Cuando habla de derechos reproductivos, esta Convención introduce una reducción del concepto. Los asocia sólo a lo femenino, en circunstancias que son derechos y deberes de mujeres y de varones, como asimismo, desde la concepción, del niño que está por nacer. Una mirada parcial orienta a comprender los derechos de la mujer desde una óptica individualista, desarraigada de su entorno, y a fundamentar una abierta discriminación contra otros seres humanos: el niño que está por nacer, y aun el marido, como es el caso, por ejemplo, en la esterilización.

Estas dos ambigüedades de la Convención, en temas de gran gravitación ética y cultural, que son aclaradas por definiciones que otras autoridades proporcionan, nos inducen a cuestionar la modalidad de la firma de la Convención por parte de nuestro país. Mientras numerosos países presentaron reparos e indicaciones al momento de comprometer su aplicación, los representantes de Chile – a mi entender, descuidando los deberes propios de su cargo – no presentaron indicación o reparo alguno, y así no protegieron elementos fundamentales de nuestra cultura, garantizados por nuestro ordenamiento jurídico. Honra al Senado de la República su intervención en este campo con ocasión de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, la cual también fue desatendida.

Recordemos que según el artículo 2 de la mencionada Convención, los Estados que la suscriben se comprometen a "adoptar todas las medidas, incluso de carácter legislativo, para modificar leyes, reglamentos, usos y prácticas que constituyan toda forma de discriminación contra la mujer". Las limitaciones de la Convención y sus ambigüedades abren las puertas para que organismos internacionales y sus instituciones, como el Comité instituido por la misma Convención, puedan presionar a Chile, para que introduzcamos leyes que le den un marco jurídico a los conceptos mencionados. Aceptar estas presiones es aceptar las pretensiones de un verdadero colonialismo cultural que no respetaría, precisamente en el campo de los valores, nuestra soberanía.

Al igual que otros tratados de derechos humanos, la Convención que Chile aprobó a fines de 1989 establece un Comité supervisor "con el fin de revisar los progresos realizados en la aplicación de la presente convención"(art. 17). Está conformado por 23 mujeres expertas en el área de los derechos de la mujer, que provienen de distintos países. Para el cumplimiento de sus funciones cuenta prácticamente con un mecanismo de "supervisión y presentación de informes". La intención de fondo del procedimiento de informes es mantener a los Estados Partes atentos al cumplimiento de sus obligaciones internacionales en relación a la no discriminación de la mujer, del cual deben dar cuenta a la comunidad de las naciones, dar publicidad a las violaciones de derechos humanos, y presionar a los gobiernos y a otros responsables de violaciones para que cambien sus inaceptables prácticas.

El Protocolo Facultativo fue introducido en 1999 como un instrumento adicional, para hacer más eficaz la aplicación de la Convención. Tiene por finalidad introducir aspectos no contemplados en la Convención. Es opcional o facultativo, porque los Estados no están obligados a ratificarlo, aunque hayan ratificado la Convención. Para fundamentar su necesidad, fueron presentados diversos argumentos. Entre ellos enumero los siguientes: 1. Los mecanismos para la implementación del CEDAW son inadecuados e insuficientes. 2. El Protocolo promovería una implementación más efectiva de la CEDAW a través de la ampliación de su interpretación y de la aplicación práctica de la convención. 3. El Protocolo podría crear una mayor conciencia pública sobre las garantías internacionales a los derechos humanos de las mujeres. 4. Además contribuiría a la integración de los derechos humanos de las mujeres en los programas de derechos humanos de las Naciones Unidas, al crear una doctrina sobre éstos. 5. Con relación al Comité de seguimiento de la CEDAW ampliaría su poder, otorgándole una nueva competencia, como lo veremos a continuación.

Dos son las principales herramientas que el Protocolo Facultativo pone en manos del Comité para velar por la superación de la discriminación de la mujer.

a. La primera consiste en asegurar a las personas y a los grupos que pertenezcan a los Estados Partes de este Protocolo la posibilidad de recurrir al Comité si han sido objeto de discriminación por el Estado en relación a cualquiera de los derechos enunciados en la Convención. Todo Estado Parte reconoce la competencia del Comité para recibir y considerar dichas comunicaciones. El Comité actúa conforme a su autoridad moral, con amplias facultades para investigar y solucionar los casos de las violaciones denunciadas.

b. La segunda herramienta se refiere al contenido de la Convención. Quienes promovieron la aprobación del Protocolo expresaron claramente la necesidad de hacer más efectiva la implementación de la CEDAW a través de la ampliación de su interpretación y de la aplicación práctica de la Convención". Es más, esperaban que el Protocolo conduciría a "crear una doctrina" sobre los derechos humanos de las mujeres. El estudio que citamos del Instituto Interamericano de Derechos Humanos explica el art. 2 del Protocolo con las siguientes palabras: "El art. 2 hace referencia a las violaciones de ‘cualquiera de los derechos enunciados en la Convención’. Esta frase indica que el procedimiento para denuncias se aplica a todas las disposiciones sustantivas de la Convención (art. 2-16). Sin embargo, un derecho que no está enunciado explícitamente en la Convención podría estar dentro del campo de aplicación del Protocolo Facultativo si puede ser: (i) derivado de uno o más de los derechos que están reconocidos explícitamente; (ii) interpretado como una precondición para el gozo de un derecho reconocido; o (iii) definido como un aspecto específico de un derecho que está enunciado en términos más generales".

Lo ya expuesto nos devela que la ratificación del mencionado Protocolo trae consigo múltiples, variadas e impensadas consecuencias. Estas aparecen con mayor claridad si examinamos las recomendaciones que hasta ahora ha hecho el Comité, porque la interpretación de las cláusulas de un convenio aparece con meridiana claridad en la aplicación que de ellas se hace. Por eso, examinando dichas recomendaciones podremos saber de qué manera entiende el Comité los artículos de la Convención, como también de qué manera entiende sus propias facultades de interpretar los derechos de la mujer; sobre todo aquellos de ambigüa formulación en la CEDAW. Así podremos investigar si los parámetros valóricos con los cuales el Comité interpreta la Convención corresponden o no a los nuestros, y a los de los demás Estados firmantes.

El concepto de familia

El artículo 5 de la convención establece que "los Estados Partes tomarán las medidas apropiadas para modificar los patrones socioculturales de conducta de hombres y mujeres con miras a alcanzar la eliminación de los prejuicios y las prácticas consuetudinarias, y de cualquier otra índole que estén basados en la idea de la inferioridad o superioridad de cualquiera de los sexos o en funciones estereotipadas de hombres y de mujeres". Una disposición como la anterior busca medidas apropiadas para modificar los patrones socioculturales de conducta y cambiar las estructuras tradicionales de familia. Así lo evidencia el informe referente a Chile del año 1999, donde el Comité manifiesta su preocupación por la persistencia en nuestro país de conceptos estereotipados y actitudes tradicionales sobre el papel de las mujeres y los hombres en la sociedad. Es así como recomienda al gobierno que promueva el "cambio de actitudes y percepciones, tanto de las mujeres como de los hombres, en cuanto a sus respectivos papeles en el hogar, la familia, el trabajo y la sociedad en su conjunto" y "apoye enérgicamente leyes que autoricen el divorcio". Constituye esto una clara intromisión en nuestra cultura y en nuestra legislación, en base a conceptos de matrimonio y de familia – tan diversos en las diferentes culturas – que nadie ha legitimado, sin tacto pedagógico alguno, y con un conocimiento del todo insuficiente de nuestras raíces y de nuestra evolución cultural. No le faltaba razón a quien afirmaba que no hay peor discriminación que la opresión y la dictadura culturales.

El aborto como derecho

Ni la Convención ni el Protocolo abogan explícitamente por la legalización del aborto. Los artículos 12 y 14 de la Convención sólo buscan explícitamente "asegurar el acceso a los servicios de atención médica, incluyendo aquellos relacionados con la planificación familiar". Hoy, la experiencia ha demostrado con creces que los conceptos de "salud reproductiva" y de "planificación familiar" incluyen el acceso a servicios de aborto seguro, exento de toda penalización. Más aún, el Comité es tajante al establecer que "la negativa de un Estado Parte a prever la prestación de determinados servicios de salud reproductiva en condiciones legales, resulta discriminatoria".

El informe respecto de Chile elaborado en 1999 es ilustrativo para comprender los conceptos que guían al Comité. Manifiesta "su preocupación ante el inadecuado reconocimiento y protección de los derechos reproductivos", en particular por las leyes que prohiben y penalizan toda forma de aborto. "El Comité considera que esas disposiciones violan los derechos de todas las mujeres" y recomienda que la legislación relacionada con el aborto sea enmendada, en "particular con el objeto de proporcionar abortos en condiciones de seguridad y permitir la interrupción del embarazo por razones terapéuticas, incluida la salud mental"... "También pide al gobierno que refuerce las medidas encaminadas a la prevención de embarazos no deseados, incluso ampliando la disponibilidad sin restricciones de medios anticonceptivos de toda índole" ... incluyendo "la esterilización de la mujer sin consentimiento del cónyuge".

Estas afirmaciones no se sostienen en si mismas en una sociedad comprometida con los derechos humanos de todos los seres humanos, lo que conlleva un aprecio no sólo del individuo sino también de su vocación y sus deberes sociales. Los derechos de cada uno también incluyen el derecho y el deber de velar por la vida de los demás. ¿Acaso es posible construir la convivencia social donde los derechos humanos de la mujer –o del varón- se pasan a llevar los derechos del cónyuge o del hijo que está por nacer?. Ciertamente esto cuestiona radicalmente el concepto antropológico que emerge en los planteamientos del Comité. No podemos comprender al hombre o a la mujer en su mera individualidad, sin su vocación radical y gratificante al nosotros. Son seres sociables, y su felicidad depende del intercambio con los demás, con quienes vive, en quienes vive y para quienes vive.

La prostitución

El artículo 11 de la Convención sostiene que existe el derecho a elegir libremente profesión o empleo. El Comité de la CEDAW ha incluido la "prostitución voluntaria" en este concepto, como lo revela la recomendación hecha por dicho Comité al Principado de Liechtenstein, al pedirle que proceda a revisar la ley relativa a la prostitución para que no se penalice a las prostitutas. Sin embargo, el Comité no se plantea otra pregunta: ¿no existirán "profesiones" que son en sí mismas una discriminación de la mujer? ¿Basta con el hecho de practicarlas "voluntariamente" para que dejen de ser discriminatorias?

Conclusiones.

La lucha contra la discriminación de la mujer debe darse resueltamente. El respeto a la dignidad de la mujer, unido a la apertura de todos los espacios para que la mujer pueda entregar sus aportaciones propias a nuestra cultura, excesivamente masculinizada, es una necesidad de primer orden. Con razón escribía Juan Pablo II: "si bien es necesario continuar este camino, estamos convencidos que el secreto para recorrer libremente el camino del pleno respeto de la identidad femenina no está solamente en la denuncia, aunque necesaria, de las discriminaciones y de las injusticias, sino también, y sobre todo en un eficaz e ilustrado proyecto de promoción, que contemple todos los ámbitos de la vida femenina, a partir de una renovada y universal toma de conciencia de la dignidad de la mujer".

Pero este intento, en una sociedad globalizada como la nuestra, va acompañado de otras corrientes culturales que lo dañan. Podemos constatar de qué manera interviene en este ámbito una tendencia desenfrenadamente individualista, es decir, una opción por la realización de sí a costa de los derechos de los demás; una visión de la sexualidad que la ha desprendido de la unión conyugal, de la fidelidad y de la responsabilidad procreadora; una vacilación alarmante acerca de la identidad de la familia y de su valor en la formación de las personas y de la sociedad; una tendencia a la imposición de modelos, carente de toda reflexión evolutiva, diferenciada y pedagógica.

El mismo fenómeno de la globalización, sobre todo en sus implicaciones culturales, merece una especial atención. Puede facilitar un mutuo enrique-cimiento de las culturas y de los pueblos. Pero también puede promover una nivelación cultural, con una pérdida irreparable de la riqueza de un mundo pluricultural. Es más, puede ser un vehículo de avasallamiento cultural por parte de grupos audaces, deseosos de imponer sus propias convicciones valóricas, o de promover la destrucción de otros sistemas culturales que no comprenden ni toleran. Unos parámetros culturales como los descritos recomiendan una gran cautela a la hora de acogerse a un mecanismo de control externo.

Es cierto, se asevera que la eventual ratificación del Protocolo Facultativo no implicaría una cesión de atribuciones jurídicas al Comité que creó la Convención, si bien nadie puede asegurar que éste no será un nuevo paso hacia la creación de un Tribunal internacional con atribuciones jurídicas. Al menos el procedimiento aprobado no está lejos de ello. Pero la aplicación y la ratificación del Protocolo, como lo hemos visto, presenta graves problemas.

Crea un precedente jurídico inaudito e inadmisible, cual es el de introducir en un Convenio, mediante su interpretación y la aplicación de sus cláusulas, contenidos que fueron expresamente excluidos del Convenio por parte de un gran número de Estados que lo aprobaron. Tal es el caso del aborto.

De hecho deja en manos de un Comité, cuyos parámetros valóricos no están definidos, e indirectamente en manos de los grupos que más influencia ganen para conseguir que sus miembros integren el Comité, la creación de una doctrina y la formación de una opinión pública internacional, en una materia de gran trascendencia para el derecho, la cultura y la vida de los pueblos.

Significa manifestar la desconfianza del Estado en sus propias instituciones y en su desarrollo cultural y jurídico. Ratificar el Protocolo es, de hecho, someterse libremente a las recomendaciones de un Comité y a presiones internas y externas de la opinión pública, conscientes de que el país ya ahora no reconoce la validez o la oportunidad de todos los dictámenes hechos por el Comité, cuyos parámetros valóricos discrepan del acuerdo del Honorable Senado del 9 de agosto de 1995 y de su vigorosa defensa de la familia y de la vida.

El mal ya está hecho, y sólo una Conferencia Mundial patrocinada por las Naciones Unidas podría repararlo. La indefinición de algunos conceptos muy debatidos, multiplicados en las Conferencias posteriores, ha creado un ambiente de inseguridad en la aplicación de la CEDAW. Un Comité que no vela solamente por la implementación de cláusulas aprobadas e inequívocas, sino también por su interpretación y su ampliación, sin que se haya procurado definir sus parámetros valóricos, sólo aumenta esta inseguridad. Apoyar este procedimiento mediante la ratificación del Protocolo Facultativo no es el camino que lleve a superar la discriminación, considerando adecuadamente la justa pluralidad cultural de las naciones y de los pueblos.

Concluyo. Nada obliga a nuestro país a ratificar el Protocolo Facultativo. Nada justifica que nuestro país no crea en su propia capacidad de superar la discriminación de la mujer, y pida para ello un control externo, con parámetros foráneos. Nuestras instituciones públicas bien pueden asumir la responsabilidad de buscar caminos para que la dignidad de la mujer sea plenamente reconocida y sus derechos respetados. Somos un Estado soberano no sólo porque hacemos respetar nuestras fronteras, y porque proclamamos el legítimo derecho de autodeterminación de los pueblos por los caminos de la justicia, el desarrollo y la paz. Lo somos también porque somos capaces de respetar y hacer respetar, de enriquecer y de desarrollar nuestra propia cultura y nuestro camino de progreso humano, y de responder así a las inquietudes más profundas de las mujeres, y de todos los ciudadanos de nuestra patria, promoviendo vigorosamente entre nosotros una legislación que respete los derechos humanos de todos, y un modo de convivir que sea solidario, fraterno y justo, a la vez que chileno.

 

+ Francisco Javier Errázuriz Ossa

Presidente de la Conferencia episcopal

Valparaíso, 8 de enero de 2002